El Diario Montañés, 6 de febrero de 2013
Todos
guardaremos cola alguna vez en nuestra vida. Colas en las rebajas, colas en las
taquillas de los cines, colas en los baños, colas en los bancos, colas en el
médico, colas en las oficinas de empleo... Colas bien regladas
–de las de coger
número o con raya en el suelo–, o más de andar por casa
–las que dependen de la
buena voluntad de los individuos, que preguntan educadamente quién es el último–.
Pero colas, al fin y al cabo. Es nuestro sino. Ahora también –quién lo iba a
decir– los estudiantes tienen que hacer cola en las puertas de las bibliotecas
de la Universidad los fines de semana para optar a un lugar cómodo donde
preparar los exámenes.
«Seis
días tienes para trabajar y hacer tus quehaceres. Pero el día séptimo es el
descanso en honor de Yavé, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo,
ni tu hija, ni tu servidor, ni tu sirvienta, ni tu buey, ni tu burro...», dice
el ‘Deuteronomio’, ese testamento espiritual de Moisés. Quizá por seguir al pie
de la letra la sentencia, el consejero de la cosa cultural decidió hace unos
meses cerrar la Biblioteca Central los sábados por la tarde y todos los
domingos, y lo hizo con tan excesivo celo que más que velar por el descanso de
los trabajadores, lo perpetuó, eliminando de un plumazo los puestos de trabajo
y propiciando el éxodo de los usuarios hacia los centros que aún permanecen
abiertos.
Es
encomiable que los jóvenes quieran estudiar también los fines de semana. Nadie
les debería poner dificultades, y menos quienes tienen la responsabilidad de velar
por la educación y la cultura. Una generación anterior dejó los estudios ante
el dinero fácil del ladrillo, y ahora son parados sin cualificación ni futuro
laboral. En este país hubo un tiempo en el que se apreciaron más los libros de
cuentas que los de cuentos. Y así nos está yendo.
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