El Diario Montañés, 16 de octubre de 2013
Esta
semana tenía muchos temas sobre los que escribir. Podía haber centrado mi
artículo en nuestro proactivo presidente, que no logra traer empresas a
Torrelavega porque, según él, los emprendedores no quieren invertir en una
ciudad que vive instalada en la crispación. El asunto prometía. Tampoco hubiera
estado mal introducir, como quien no quiere la cosa, algunas reflexiones sobre
los senadores cántabros del PP que votaron en el Senado madrileño a favor de
ese fraking que tanto detestan cuando están en Cantabria, y que luego les llevó
a defender su postura con manifestaciones dignas de figurar en una antología
del disparate. Burla burlando, también podía haber mostrado extrañeza por la
rapidez con que los técnicos, generalmente cautos, dictaminaron que los restos
del muelle antiguo que aparecieron en el túnel que se está excavando en el
entorno del Centro Botín tenían nulo valor. Pero no he podido hacerlo. No he
tenido fuerzas para enfrentarme a la página en blanco y llenarla de críticas,
ahora que un cierzo infeccioso se ha llevado por delante la vida de mi padre.
Se llamaba Alfredo, y era un hombre bueno.
De
él heredé un parecido físico innegable y una profunda preocupación por el
trabajo bien hecho. Él lo plasmó en la madera, ejerciendo el oficio de carpintero
con rara perfección. Yo he intentado seguir su ejemplo en mi oficio de editor,
cuidando cada libro como si fuera único. Mi padre tenía también un profundo
sentido de la justicia social y, cual nuevo Quijote, se rebelaba ante la
opresión a los menesterosos. Por una cuestión genética, a mí me sucede lo
mismo.
Sólo
le pido al futuro que, siguiendo su ejemplo, pueda mantener la entereza que él
mantuvo ante la enfermedad y la muerte. Una entereza que le llevó a afrontar el
adiós definitivo con la seguridad serena de que su vida se terminaba aquí, y
que el más allá que podía prolongar su memoria sólo existía en la huella
imborrable de su recuerdo.
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