El Diario Montañés, 20 de noviembre de 2013
Estuve a punto de escribir un
artículo, un pequeño homenaje, pero ya sabes como soy. Pensé que había voces
mucho más autorizadas que la mía, y al final no lo escribí –Mario Camus,
mientras habla, pasa la mano por su cabeza, como queriendo atusar el pelo que
ya le falta–. Jugábamos la partida en el ‘Chiqui’ un día a la semana. Me
gustaba decir en broma que entre los cuatro compañeros de cartas sumábamos casi
cuatrocientos años... Y no creas, que no estábamos tan lejos. Al terminar, le
acompañaba a casa, cogido del brazo. Modesto Cabello andaba con dificultad,
pero a los 91 años seguía teniendo una lucidez mental asombrosa. Y su aspecto
era el de un caballero clásico, de esos que se forjan en las boleras.
Al día siguiente de su muerte,
como sospechaba, aparecieron muchos escritos en la prensa. Todos le ensalzaban.
Yo quería haber escrito algo distinto. Partiendo de su figura, quería
reivindicar el papel cultural de las boleras, la importancia que han tenido en
los pueblos de Cantabria, ahora que tanto hablamos de millas culturales, de
museos de diseño y de todas esas cosas. Las boleras han sido nuestras
ancestrales ágoras. En ellas se reunían las gentes, no sólo para jugar a los
bolos, también para charlar, para dirimir los asuntos de los concejos. En ellas
se hacían las romerías, se consolidaban los noviazgos. La vida entera del
pueblo pasaba por las boleras, bajo los árboles centenarios que, a su
alrededor, procuraban sombra y frescor en el verano. Las boleras han sido el
verdadero esqueleto deportivo y cultural de nuestra región. No hay pueblo que
no tenga al menos una. Y en ellas se sigue jugando ese deporte, tan señorial, tan
elegante, tan singular, tan nuestro.
Tenía que haberlo escrito –me
dice– para resaltar la figura de Cabello, y la de las boleras, y la de los
bolos. Pero no lo hice –ahora me mira con ojos inquietos–: A lo mejor podías
escribirlo tú.
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