El Diario Montañés, 26 de diciembre de 2013
Hermano Francisco, te necesitamos
–le dijo al de Asís el lobo, asustado–. Vivimos aquí muy bien asentados: un par
de manadas con machos y hembras y algunos lobatos. Por los altos riscos, por
frondosos bosques, nuestros alimentos –jabalís,
conejos, corzos y venados–
con muy grande esfuerzo nos los procuramos. El hombre en la aldea y el lobo en
su selva. Pero el cazador nos mira sesgado, no quiere que nadie compita con él.
Tiene en su interior «mala levadura», quiere todo el monte de caza acotado.
Nosotros matamos cuando el hambre aprieta; él lo hace, tan sólo, por la
diversión, que a «más de uno vi mancharse de sangre, herir, torturar, de las
roncas trompas al sordo clamor, a los animales de Nuestro Señor». Hermano
Francisco, tienes que ayudarnos. Si tú no intercedes ante los humanos, próxima
será ya nuestra extinción, que anteayer con saña y muchos disparos mataron a
nueve de nuestros hermanos.
Al lobo escuchaba con
preocupación el santo de Asís. Lágrimas surcaban sus ojos cansados, penas le
brotaban desde el corazón. Dispuesto a ayudarlo movió los contactos que tenía
el monje en aquel estado, laico y tan cristiano. Le dieron audiencia ministros,
juristas; habló en el Congreso con los congresistas; y el propio monarca,
llano, campechano, sin dudarlo apenas, le tendió una mano. Y supo de leyes que
el monte acotaban –de alguna manera lo privatizaban–, y supo de marcas toreras
de España, y de un elefante que murió en Bostwana. Luego en el Congreso,
escuchó perplejo aquel «que se jodan» que lanzó, exaltada, una rubia joven
desde la bancada.
El santo Francisco regresó
humillado, y al hermano lobo no le supo
hablar. Lo miró despacio, con triste mirada. Se abrazó a su cuello, «y partió
con lágrimas y con desconsuelos, y habló al Dios eterno con su corazón». ¿Por
qué esta crueldad –le dijo–, Señor? ¿Por qué el odio insano dirige el impulso y
guía la mano del cruel cazador? Señor de los cielos, te necesitamos.
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