El Diario Montañés, 17 de septiembre de 2014
Carmen Martínez
Bordiú –la «nietísima» del caudillo, cántabra consorte mientras duró su tercer
matrimonio– e Isabel Presley –modelo filipina de méritos remotos– han mostrado
esta semana en la prensa del corazón una imagen más próxima a la de jóvenes
veinteañeras que a la de la tercera edad por la que transitan desde hace
tiempo. Rostros, hombros, pechos y axilas, retocados hasta el exceso,
transmiten una presencia lozana de juvenil perfección, muy alejada de su verdadero
aspecto. Pero, aunque tal imagen no sea cierta, presumen de ella como si tal
cosa, no en vano estamos en una época en la que –lo aprendí del sabio Antonio
Alcoba en mis tiempos de estudiante de Magisterio– importa más la máscara –las
apariencias– y el tambor –la repercusión– que la realidad. Tiempos ligeros
donde imperan el Photoshop y los mensajes vacíos. Tiempos en los que no tienen
cabida arrugas ni imperfecciones. Tiempos virtuales.
En los
panegíricos –esos discursos que hacemos cuando alabamos a alguien– también
utilizamos sin restricciones, aunque literariamente, el Photoshop. Cuando los
dedicamos a un muerto, la sombra definitiva de su ausencia diluye otras sombras
que pudo proyectar sobre la vida de los demás. Son coto vedado. Hay que
suavizar las aristas hasta que desaparezcan y sólo deben quedar para la memoria
las luces de una conducta intachable. Nadie es un villano cuando deja este
mundo, aunque cuando vivía en él la idea de su honradez no tuviera consenso
unánime. Ahora que han coincidido en la muerte dos personajes relevantes en
ámbitos económicos y empresariales, las alabanzas se suceden sin desmayo. Oímos
hablar de personas «emprendedoras, bondadosas, tenaces, sacrificadas…». En estos
casos también funciona una suerte de Photoshop que ofrece la versión más edulcorada
de sus vidas.
A mí, aun
sabiéndolo, me gustaría, en un futuro que deseo lejano, presenciar mi propio funeral.
Si en el sermón hacen alabanzas a mi persona, podría morir orgulloso, henchido
de satisfacción. Tendría la certeza, sí, de que exageraban, pero a nadie le amarga un dulce.
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