El Diario Montañés, 7 de enero de 2015
Noche de
Reyes. Las calles de Santander están repletas. Según dicen, las cosas van
mejor, aunque la mejoría no se refleja todavía en los sueldos ni en la
seguridad de los puestos de trabajo. Los que se crean nuevos son de quita y
pon, y los antiguos andan como andan. Es posible que algunos comerciantes de
los de toda la vida se hayan acordado estos días de las palabras del ministro De
Guindos cuando aseguraba que ya no tenemos miedo a perder nuestro trabajo.
Ellos han perdido el suyo por un quítame allá esa renta.
Saliendo de un
comercio me encuentro con Olga Agüero. Como yo, está haciendo las compras de
última hora. Convenimos en que pasear por la ciudad no va a ser igual a partir
de ahora por los ceses de estos negocios emblemáticos, y que va a ser necesaria
alguna infografía municipal para explicarnos la nueva situación. Recordamos los
tiempos en que las cafeterías desaparecían y su lugar lo ocupaba la banca, que
pugnaba por los mejores espacios para colocar sus oficinas. Ahora la crisis lo
ha volatilizado todo, y hasta esos locales, tan blindados, han quedado vacíos
tras fusionarse unos con otros intentando superar sus problemas contables,
aquellos que pagamos entre todos. La mayor parte de los nuevos inquilinos son
comercios orientales, esos lugares a los que, según las estadísticas, casi nunca
entramos los españoles de bien. Pero lo cierto es que no sólo entramos para
comprar, sino que ya trabajamos en ellos como empleados, muestra palpable de
que esta reforma laboral ha puesto a cada uno en su sitio y a nuestros
trabajadores los ha dejado en el lugar más bajo del escalafón. Pretendían que
trabajáramos como chinos, cobrando como chinos, y ahora también trabajamos para
los chinos. Dicho sea sin ningún asomo de racismo.
Al despedirnos,
Olga y yo hacemos votos por seguir manteniendo el tono incisivo en nuestras
columnas, desde las que, abarloados en la utopía, reflexionamos semanalmente
con cierta deriva hacia babor.
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