El Diario Montañés, 11 de marzo de 2015
Hubo un tiempo
en que la gente leía. Era una ocupación placentera. En la escuela nos premiaban
con ella cuando terminábamos las actividades. «¿Has acabado? Pues ya puedes
leer». Y tomábamos emocionados los tesoros que se guardaban en la modesta
biblioteca del aula. Las familias también apoyaban la lectura. Uno de los
momentos más emotivos era cuando leíamos el periódico a los abuelos. «¡Ya sabes
leer! –decían–. Ahora serás mis ojos cuando olvide las gafas».
Entonces, hasta
en las casas más humildes entraba la prensa, y en casi todas había libros. Se
hacía un gran esfuerzo para acceder a la cultura. En aquella época el bibliobús
venía al pueblo una vez cada quince días con fondos de la Biblioteca Pública de
Santander. Se anunciaba diciendo que traía «el maná de la cultura». Aquel
autobús con libros ponía a nuestro alcance títulos que se renovaban
regularmente. Nosotros los leíamos por placer, no por obligación –el verbo
leer, Borges lo dice, no soporta el imperativo–. Los leíamos porque nos habían insuflado
el amor a la lectura y habíamos caído en sus redes.
Después
descubrimos el paraíso de la gran biblioteca, la que surtía al bibliobús. Y
aprendimos a navegar por sus estantes guiados por la experiencia del
bibliotecario, que nos mostraba orgulloso cada nueva adquisición –sí, era un
tiempo en que las bibliotecas adquirían libros–. Pero las ventanas a las
novedades editoriales estaban en las librerías. En ellas, aconsejados por los
libreros, los mejores nutricionistas culturales, obteníamos los alimentos
espirituales más recientes.
Ahora todo ese
mundo desaparece con rapidez. Algunos dicen que por el avance de los libros
digitales. Yo tengo la certeza de que se nos escurre entre los dedos porque ni
la familia, ni la escuela, ni las administraciones apoyan decididamente el
fomento de la lectura. Y ahí radica el problema. Sin la participación de esos
pilares, las voluntariosas iniciativas de los libreros y los bonos culturales
del Ayuntamiento de Santander sólo prolongarán la agonía del libro.
Ya, pero lo curioso es que los editores tampoco leen. Yo tengo algún manuscrito enviado hace cinco meses a una Editorial y no pretendo que lo publiquen, simplemente que me contesten. Así que si el abad juega a los naipes...
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