El Diario Montañés, 10 de junio de 2015
En
las elecciones democráticas los puestos de gobierno no se ganan tras el
recuento de los votos, a no ser que uno de los partidos consiga la mayoría
absoluta. Se alcanzan pasado un tiempo de encuentros y conversaciones que
permiten a los probables futuros socios conocerse mejor. Cada uno aporta sus
ideas e intenta que el otro las comparta. Es tiempo de hablar para desbrozar
caminos de acuerdo.
Mis
padres, antes de casarse, hablaron mucho. Entonces las parejas medían sus
noviazgos por las palabras: «Tú padre y yo “hablamos” ocho años, y después nos
casamos», me dice mi madre cuando echa la vista atrás. Supongo que durante
tanto tiempo pudo haber algo más que palabras, pero hablar fue la clave de una
convivencia que duró sin fisuras hasta la muerte de mi padre. Hablaron de
muchas cosas, aunque en ningún momento las conversaciones se enturbiaron con
repartos de dotes ni con divisiones de bienes, fueran o no gananciales. Nada podían
repartir porque nada tenían, salvo un futuro incierto por delante y la ilusión
de formar una familia trabajando mucho y sacrificándolo todo por los hijos.
Esos fueron sus únicos intereses.
Pedirle
a los políticos que en sus encuentros de ahora tengan palabras de amor sería de
ilusos. Pero sí debemos exigirles que su único interés sea el bien de los
ciudadanos. Acaso también sea de ilusos pedir que mientras hablan se olviden del
reparto de cargos y prebendas, o que salven todo lo bueno que hicieron sus
predecesores, que algo habrá, sin duda. Porque la convivencia que ahora están a
punto de iniciar debe resistir, sin resquebrajarse y sin defraudarnos, los
próximos cuatro años, y para ello es fundamental que esté sustentada sobre
ideas –ideales– comunes. Además deberían tener en cuenta que se van a subir en
marcha a un tren al que pueden corregir la trayectoria, pero al que nunca deberán
meter la marcha atrás. Gobernar mirando por el retrovisor del rencor ha
desbancado con estrépito al anterior gobierno regional.
Este
fin de semana vi en Madrid como el Barça ganaba su quinta Copa de Europa. En un
ejemplo de convivencia, yo, culé, fui el invitado de un madridista empedernido
que me ofreció casa, cena y una espectacular televisión de sesenta pulgadas.
Nuestras diferencias futbolísticas son irreparables, pero nuestra amistad, apoyada
en una conversación cercana
–en torno a unos langostinos y un buen jamón
ibérico–, superó la gran distancia de nuestras pasiones.
Cuando
terminó el partido, un ‘gin tonic’ selló, una vez más de por vida, nuestro
pacto societario.
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